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El Mero León de la Sierra

  • Foto del escritor: tenoch_barcelona
    tenoch_barcelona
  • 3 jun 2021
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 16 dic 2023

Estaba con dos de mis colegas y entendí que iban a viajar a la calle Xicoténcatl en México para algún asunto corporativo.


—Yo voy con Ustedes —les dije—, yo conozco la calle Xicoténcatl. —Saqué mis papeles y listos, nos fuimos.


En seguida me encontré dentro de la casa en el centro de Piedras Negras. Todo se desarrolló sin prisa, dejándome amplia oportunidad para entender cómo eran las cosas.


Era la misma casa de antes, la casa de siempre, con todos los mismos efectos: la mesa en el comedor rodeada por seis sillas, los gabinetes con algunos toques de haber sido actualizados, la enciclopedia, la máquina de escribir, el piano, la puerta al patio interior que rechinaba cuando alguien llegaba o al azar del viento.


Éramos tres personas sentadas alrededor de la mesa: El Mero León de la Sierra —así le decíamos a mi abuelo por su enorme corazón— en la silla donde siempre escribía a máquina, mi madre frente a él, y yo a su izquierda.


Todo se veía muy ordenado y muy limpio, mostrando la vigilancia y el cuidado con que mi abuelo había guardado la casa.


—No puedo creer que estoy aquí —dije una y otra vez, lleno de nostalgia y emoción—, no puedo creer que estoy aquí… —Mi madre compartía todos los mismos sentimientos, su ademán lo decía todo. No faltaron palabras.


Sentí la enorme y cercana presencia de mi abuela por el almuerzo que nos había recién preparado, pero no la vi. Sentí la presencia más sutil de mi tío al fondo de la casa entre las recámaras, pero no lo vi. En un instante volteé y abrí el gabinete detrás de la mesa.


—¡Wey! ¿Dónde están los Milky Way? —le pregunté a mi primo Juan como si tuviera 12 años. Pero no lo vi.


De repente se oyó algo de fuera. Pensé en el vendedor ambulante que solía pasar por el centro en aquellos tiempos, proclamando en una voz alta que se oía por toda la casa: «¡Tamales tamales!» Siempre comprábamos de puerco y de pollo.


Fue entonces que el anfitrión se levantó lleno de confianza y orgullo para asomarse, a ver lo que era. Su ademán nos decía —Yo voy, quédense tranquilos.


Caminaba sin andador y anduvo muy bien vestido. Sus movimientos vislumbraron la sabiduría y la calma que le habían otorgado el tiempo, y la experiencia de haber visto todo lo transcurrido en aquel entorno a través de los años insondables. Y sobre todo, de haber permanecido.


Y así volvió a su silla.


— 15 de agosto de 2019


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