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De buenas

  • Foto del escritor: tenoch_barcelona
    tenoch_barcelona
  • 22 ene 2022
  • 4 Min. de lectura

Carmen se levantó temprano un día soleado y caluroso en junio, típico para la temporada. Pero este no era solamente cualquier día, sino un día de fiesta.


Había una reunión con cena dedicada a festejar la graduación de la high school de su sobrino bisnieto político segundo. La pareja de Carmen era el tío bisabuelo segundo del graduado por venir, cuya familia extendida siempre los había acogido con respeto y amor pleno a través de lo que era casi todo un siglo, y con un cariño que ahora se manifestaba en la forma en que cuatro generaciones se refirieron a los dos como tío y tía.


Carmen mandó a su pareja al mercado con una lista, pidiendo que le comprara patatas, huevos, cebolla verde, apio, jalapeños, aceite, vinagre, mayonesa y mostaza. Cuando él regresó con todo ese mandado, ella se instaló en la cocina dedicando el día a preparar una ensalada de patatas, según el conocimiento que le había pasado su abuela materna, y modernizado por las costumbres de sus amigas con quien cocinaba el primer viernes de cada luna nueva. Ese día lo llevó con calma y sin prisa, dándose tiempo para tomarse un café y sentarse en su mecedora entre quehaceres. Para las tres de la tarde ya había terminado con su obra culinaria. Colocó la ensalada con mucho cuidado y esmero en una cazuela grande, la tapó, y la guardó en el refri para llevar a la cena esa noche.


Después de la ceremonia formal, empezaron a llegar todos los invitados y más gentes a la fiesta. Llegaron los hermanos y hermanas, primos y primas, sobrinos y sobrinas, tíos y tías, abuelos y abuelas, vecinos y vecinas, y amigos y amigas, todos con sus propios hermanos y hermanas, mamás y papás, amigos y amigas… Llegaron con arroz y frijoles, tortillas y salsas, pasteles y chelas. ¡Había de todo!


De pronto se armó una gran cena que se esparció entre todas las afueras y los adentros de la casa de los anfitriones, entre la sala y la cocina y el comedor, entre el jardín y el patio, todos sometidos por la cena y la plática que los rodeaban, atizándose bien cabrón. Entre tanta comida, destacaba una parrilla de res y de pollo que se llevó la noche, dejando a una ola de invitados acomodados en los amplios sofás, noqueados por un coma exquisito y colectivo, salvo por algunos que terminaron su postre o que se quedaron sentados, consumidos por una plática liviana y alentadora.


De repente se levantó la tía abuela del graduado, sobrina segunda de la pareja de Carmen, y se pasó por la cocina. Entre todos los platos y sartenes y recipientes vacíos que quedaron de la enorme cena, la tía abuela casi se infartó al ver a la cazuela expuesta sobre la cubierta, reconociéndola de inmediato por sus colores desteñidos. Ni una sola cuchara se había servido de la ensalada de Carmen.


— Ay ay ay que barbaridad… ¡Mira nomas lo que hizo esa pobre vieja!


Pensando solamente en el bien de Carmen, y con las mismas buenas intenciones que la llevaron una vez a conducir a sus hijos al cementerio para que pudieran robar de las lápidas todas las flores que necesitaban para desarrollar su proyecto de ciencia en la escuela primaria, ella tomó una cuchara grande y empezó a tirar la ensalada y la obra de Carmen, metiéndole maña, echando una cucharada pesada tras otra en la basura.


Las patatas y los huevos cayeron, sin dignidad, sin remedio, en la bolsa de plástico. Era un encuentro que no se acostumbraba a ver entre una materia sintética y antipática con la comida casera. Mientras, el casi infarto de la tía abuela se lo había pasado a su hijo y su sobrino, quienes atestiguaron todo el escenario, ambos boquiabiertos, arrancándose los cabellos, arrastrados por la nueva gravedad del escenario. Al sobrino casi se le atoraba un trozo de bistec por el impacto de ver a su tía con la cuchara y el ataque de risa que lo llevó a rendirse de la mesa en busca de un vaso de agua.


— Esa pobre vieja… — decía la tía abuela, aún molestada por el esfuerzo que la situación requería de ella, pero agradecida por haber tenido la buena suerte de pasar y ver a la cazuela antes de que fuera notada por Carmen.


Llegó a tirar tres cuartos de la ensalada en la basura dentro de un minuto. Antes de irse de la cocina, acomodó los restos dentro de la cazuela para darle la verosimilitud de haber sido bien aprovechado entre todas las gentes, quizás uno de los favoritos. Ni se le había ocurrido buscar un tupper o servirse a sí misma de la ensalada.


Lejos de allí, al otro lado de la casa, al fondo de la sala, Carmen y su pareja, tía y tío de cuatro generaciones, permanecieron tranquilos, apartados de la cocina, sentados cómodos y sin prisa, platicándoles a unas cuantas personas que los escucharon con interés sobre sus tradiciones y recuerdos, que eran unas entre todas sus íntimas nostalgias de las décadas anteriores y que fueron muy bien agradecidos por todos, una plática que sería el camino sereno hacia la una de la mañana y el fin de la fiesta, sin saber nada más del crimen y la tragedia que tuvieron lugar en la cocina.


 
 
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